El mejor día para estar en Otavalo es el sábado, que es cuando las comunidades indígenas de los alrededores bajan al pueblo a vender sus artesanías. El centro de esta pequeña ciudad andina queda cortado por los miles de puestos de tejidos, bisutería, artesanías y todo lo que uno pueda imaginar. Es curioso caminar entre la multitud y ver a los vendedores vestidos con los trajes típicos de la zona chapurreando en inglés o en lo que haga falta, con tal de vender.
Pero además del mercado de artesanías, el sábado se amplían los puestos del mercado de alimentos y hay un mercado de animales. En fin, que la ciudad entera se rinde al comercio y las calles se llenan de gente que va de un lado a otro preguntado precios y comprando.
En nuestro caso, la cosa estaba complicada porque, a pesar de las cosas tan exóticas e interesantes que vimos, no podíamos comprar nada, todavía queda mucho viaje y no es plan de ir cargando. Nos tuvimos que conformar con recorrer los puestos y aprovechar para probar unos buñuelos de maíz.
La parte más impactante del mercado fue la zona de los animales. Aunque para la hora que llegamos estaba casi vacío, hubo varias cosas que nos llamaron la atención. Había gallos vivos, atados por las patas y tirados en el suelo; mientras alguien al lado los intentaba vender, pero lo más curioso es que los pobres ni se movían, ni cacareaban, si se quejaban era como si ya tuvieran asumido que no había nada que hacer. También nos sorprendió ver varios vendedores con cestas llenas de conejillos de indias, hasta que caímos en que aquí se comen, y de hecho son un manjar.
Una vez recorrido el mercado dedicamos la tarde a recorrer los alrededores de la ciudad. Subimos colina arriba en busca de “El lechero”, un árbol sagrado para las comunidades indígenas de la zona. Como de costumbre acabamos ampliando la ruta y recorriendo un lago cercano, recomendación de un señor que nos encontramos por el camino. Una vez más gracias al idioma pudimos charlar con el señor. Mientras, yo aprovechaba para repartir unos caramelos que llevaba en el bolso entre sus hijos. El hombre quedó tan agradecido que pocos minutos después de que nos fuéramos de su casa nos mandó a una de sus hijas corriendo a decirnos que la aldea de al lado estaba de fiestas, que bajásemos a verlas. Parece mentira, que a veces un gesto tan sencillo para ti como repartir unos caramelos entre unos niños, pueda suponer tanto para otra persona.
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