Nada más llegar a Huaraz, después de un viaje nocturno en autobús desde Trujillo, fuimos a dar una vuelta por los alrededores. Siguiendo las explicaciones del dueño del hostal, nos fuimos hacia las ruinas de Wilkawain. En realidad las ruinas eran pequeñas y poco impresionantes. Por suerte el camino hasta llegar allí fue de lo más interesante.
Al salir del pueblo atravesamos varias aldeas/comunidades donde los campesinos, ataviados con el traje típico, hacían sus labores cotidianas. El día en cuestión era domino. Al pasar por varias de estas comunidades vimos que toda la gente estaba congregada en la plaza principal o en la pista de fútbol. En todas las ocasiones había dos o tres hombres en el centro, micrófono en mano y hablando en quechua; supongo que es lo más parecido a una reunión de comunidad de vecinos al más puro estilo “Aqui no hay quien viva”. Al atravesar la última aldea nos fijamos que la gente estaba en plena votación, todos en fila, con sus papeles en la mano. Es como retroceder en el tiempo. A juzgar por sus caras, nosotros resultamos ser tan exóticos para los campesinos como ellos para nosotros.
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